title: "Llora hija mía: por qué permitirnos sentir el dolor nos libera" description: "Ir a urgencias con tu hija de cuatro años y verla disociarse del dolor es un golpe de realidad. Este post reflexiona sobre la disociación, la necesidad de dejar que las emociones salgan y cómo recuperar la capacidad de sentirnos vivos en un mundo que nos obliga a desconectarnos." author: "LVEUM - La Vida Es Una Mierda" keywords: "disociarse", "permitirse llorar", "emociones", "dolor emocional", "ruido mental", "patrones familiares" url: "https://lavidaesunamierda.com/blog/llora-hija-mia" schemaOrg: "@context": "https://schema.org" "@type": "BlogPosting" "mainEntityOfPage": "@type": "WebPage" "@id": "https://lavidaesunamierda.com/blog/llora-hija-mia" headline: "Llora hija mía: por qué permitirnos sentir el dolor nos libera" description: "Ir a urgencias con tu hija de cuatro años y verla disociarse del dolor es un golpe de realidad. Este post reflexiona sobre la disociación, la necesidad de dejar que las emociones salgan y cómo recuperar la capacidad de sentirnos vivos en un mundo que nos obliga a desconectarnos." author: "@type": "Organization" name: "LVEUM - La Vida Es Una Mierda" publisher: "@type": "Organization" name: "LVEUM - La Vida Es Una Mierda" logo: "@type": "ImageObject" url: "https://lavidaesunamierda.com/logo.png" Llora hija mía: por qué permitirnos sentir el dolor nos libera Un momento de urgencias que lo cambió todo Hablemos de disociarse. No de diso‑qué, no de una palabra técnica que suena rara en boca de un psicólogo, sino de algo que te pasa sin darte cuenta cuando la vida se vuelve insoportable. Disociarte es partirte en dos o en tres, dejar tu cuerpo aquí mientras tus emociones y pensamientos se van lejos, a un lugar donde no duelen tanto, aunque en realidad se claven más hondo. Yo lo vi claro una noche cualquiera en urgencias.
Mi hija de cuatro años llevaba todo el día vomitando. Nada grave, una gastroenteritis de manual. Pero cualquiera que haya pasado por allí sabe que lo que a nosotros nos parece un trámite para ellos es una auténtica tortura. Entre arcadas, mareos y lloros que no salían nos plantamos en el hospital. El pediatra decidió pincharle un medicamento porque todo lo echaba. Hasta aquí, la historia de cualquiera. Lo jodido vino después.
En mi pueblo envuelven a los niños en una sábana como si fueran fajos de billetes. Les dejan dentro las piernas y el brazo que no van a pinchar para controlarlos mejor. Una animalada: no pueden moverse, no pueden escapar y, sobre todo, no pueden ni sentirse. Ver a mi hija inmovilizada, con la mirada perdida en un punto del infinito, acojonada porque la iban a pinchar y sin poder reaccionar me rompió en pedazos. La enfermera le clavó la aguja y ella siguió con la misma cara: rígida, ausente, disociada.
Tardé unos segundos en caer en lo que estaba pasando. Me acerqué y le susurré al oído: “Llora, hija mía. Llora”. Fue como si abriera una compuerta. Sus lágrimas salieron de golpe, su cara se deshizo y empezó a temblar. Por fin se permitió sentir el dolor del pinchazo y el miedo acumulado. En ese momento entendí que disociarse es un mecanismo de defensa: tu cuerpo está presente pero tus emociones y pensamientos se han ido a otro sitio porque aquí duele demasiado.
¿Por qué nos disociamos? Seguro que si echas la vista atrás encuentras mil momentos en los que te has disociado. Cuando estabas tan nervioso en un examen que de repente te veías desde fuera. Cuando te gritaban de pequeño y te quedabas en blanco sin reaccionar. Cuando en mitad de una discusión te ibas a la ducha y te quedabas mirando cómo caía el agua sin sentir nada. No es magia negra ni un trastorno raro: es lo que hemos aprendido a hacer para sobrevivir en un entorno que no valida nuestras emociones.
Desde pequeños nos han enseñado a portarnos bien, no gritar, no llorar. “Los niños grandes no lloran”. “No es para tanto”. “Si lloras te hago llorar de verdad”. Mensajes que se nos quedan grabados a fuego y que se convierten en voces internas: nuestro ego, el cuñao de nuestra cabeza, que nos repite que sentir es de débiles. Así, cuando llega el dolor físico o emocional, en lugar de reaccionar de forma biológica —gritar, patalear, huir o defendernos— lo tapamos. Nos disociamos para que nadie nos juzgue, para que no moleste, para seguir siendo los buenos de la película.
El problema es que disociarse no es escapar del dolor ni de cualquier otra emoción, es taparlo de una manera que no te permite estar en el presente. Si tu cuerpo está aquí pero tu mente y tus emociones están lejos, pierdes la capacidad de responder de forma coherente. No luchas ni escapas. Ni siquiera sabes que te está doliendo. Simplemente aguantas, congelado. Y si vives así mucho tiempo, ese automatismo se convierte en tu forma de vivir. Te crees que eres fuerte porque no lloras, cuando en realidad estás roto en mil pedazos.
El cuerpo quiere moverse, la cultura nos dice que no Hay algo profundamente humano en nuestra reacción ante el dolor: somos animales, biológicamente programados para sobrevivir. Si algo nos duele, queremos huir, escapar, patalear o defendernos. Eso es lo que hacen los niños de forma natural. Pero nosotros, los adultos, e incluso muchos niños, hemos interiorizado el mensaje de que no está bien mostrarlo. Nos dicen que hay que ser fuertes, que llorar es de cobardes. Y entonces nos disociamos.
Me acuerdo de mi propia infancia y de cómo aprendí a dividirme. Cada vez que sentía miedo o tristeza me encerraba en mi habitación y me quedaba mirando el techo, inventando historias en mi cabeza para no sentir. Años después, cuando empezaron los problemas de ansiedad, seguía haciendo lo mismo: salía de mí, me veía desde fuera y me contaba cuentos para sobrevivir. Disociarme se volvió mi refugio y mi cárcel.
Puede que esto te suene. Quizá te disocias con el móvil en la mano, haciendo scroll interminable en redes sociales. O trabajando sin parar hasta que tu cuerpo no puede más. Or bebiendo para no pensar en esa conversación pendiente. El ruido mental que generamos es una manera de huir de nuestras emociones. Y como no sabemos estar presentes, no sabemos decir “basta” cuando alguien nos hace daño o “quiero esto” cuando algo nos mueve por dentro. Estamos aquí pero no estamos.
La importancia de validar y sentir Volvamos a urgencias. Cuando le dije a mi hija que llorara le di permiso para sentir. Le hice saber que no tenía que aguantarse, que no era débil por expresar lo que estaba pasando. Y en ese momento sus lágrimas la liberaron. Validar nuestras emociones es revolucionario en un mundo que nos anestesia con frases de mierda como “sé fuerte” o “todo pasa por algo”.
Dar permiso no es sólo decir “llora”. Es sostener la mirada, abrazar, acompañar. Esa noche en urgencias yo también quise disociarme: quería escapar de la sensación de ver a mi hija sufrir y no poder hacer nada. Pero en lugar de eso me quedé. Le miré a los ojos y le susurré que estaba ahí. Sí, me dolió por dentro, pero fue un dolor real, vivido, que me permitió conectar con ella. Sufrir juntos es mil veces mejor que sufrir solos y sin sentir.
La próxima vez que la pinchen haré lo mismo. No voy a dejar que la inmovilicen sin que pueda patalear. No voy a fomentar que se desconecte de su cuerpo para que otros hagan su trabajo más rápido. La abrazaré, le explicaré lo que va a pasar, le diré que me mire para que se sienta acompañada. Y por dentro me romperé, porque ver sufrir a quien amas es duro. Pero prefiero romperme consciente que disociarme y convertirme en piedra.
Disociarse de adultos: el precio de la desconexión Si crees que esto sólo les pasa a los niños, piensa en tu última ruptura amorosa. ¿Recuerdas ese momento en el que no sabías si estabas triste, enfadado o simplemente vacío? Eso también es disociarse. Cuando tu pareja te deja y tu primer impulso es emborracharte para no sentir, te estás partiendo en dos. Tu cuerpo sigue ahí, pero tu emoción se queda en el fondo de un vaso. Cuando te muerde el perro de tus padres y dices “no pasa nada” mientras la sangre brota, te estás disociando. Cuando te hacen bullying en el trabajo y te dices “hay que ser profesional” en lugar de plantar cara, también.
Disociarte tiene consecuencias. No sólo te desconecta del dolor, también te separa del placer. Si cierras el grifo de las emociones para no sufrir, se cierra para todo. Luego te preguntas por qué no disfrutas del sexo, por qué no te ríes a carcajadas, por qué no sientes entusiasmo. No se puede anestesiar selectivamente. O sientes o no sientes. Y si eliges no sentir, acabas funcionando como un robot: trabajas, comes, duermes, repites. Tu vida se vuelve una sucesión de obligaciones y distracciones que te mantienen alejado de ti mismo.
Además, la disociación suele venir acompañada de otros mecanismos de supervivencia, como la proyección y la culpa. Proyectas en los demás lo que no quieres ver en ti: “Mi pareja es fría”, dices, cuando en realidad eres tú quien lleva años sin escuchar sus sentimientos. Te culpas por no ser feliz, pero nunca miras el origen: ¿desde cuándo te obligas a no llorar? Es un círculo vicioso: cuanto más te disocias, más ruido mental tienes; cuanto más ruido, menos puedes escucharte y más fácil es que tu ego se haga cargo.
Romper con el automatismo Salir de la disociación no se hace de la noche a la mañana. No es cuestión de proponérselo como si fuera una dieta de verano. Es un proceso incómodo que pasa por reconocer tu dolor, tu rabia, tu miedo y tu alegría. Es mirarte al espejo y ver la parte de ti que has escondido bajo capas de autoprotección. Es sentir sin filtros, sin postureo y sin la intención de ser más espiritual que nadie.
Aquí algunas ideas que me han servido y que podrían ayudarte:
Ponte nombre a lo que sientes. Puede parecer una tontería, pero muchas veces disociamos porque no sabemos nombrar nuestras emociones. Cuando sientas algo, identifica si es rabia, tristeza, miedo o alegría. Si no sabes, inventa una palabra. Lo importante es darle existencia.
Habla de ello con alguien de confianza. Compartir tu vulnerabilidad es otra forma de validar lo que sientes. Busca a alguien que no juzgue ni quiera arreglarte, alguien que te escuche como escuchas una canción triste sabiendo que después llegará el estribillo.
Escucha a tu cuerpo. La disociación es quedarse en la cabeza. Invertir el proceso pasa por bajar al cuerpo. Respira profundamente, mueve las piernas, siente cómo te tiemblan las manos cuando estás nervioso. Esa información es oro.
Recuerda que llorar no es un fallo. Llorar limpia, libera y te conecta con tu humanidad. No hay nada de malo en llorar en medio del trabajo o en un baño público. Peor es tragarte las lágrimas y convertirte en una bomba de relojería.
Busca apoyo profesional si lo necesitas. Esto no va de frases bonitas ni de soluciones rápidas. A veces hay traumas detrás de la disociación que necesitan ser tratados con cuidado. Un terapeuta humanista puede acompañarte sin juzgar ni etiquetar.
No pretendo darte recetas milagrosas. No existen. Pretendo recordarte que tienes derecho a sentir, a llorar, a gritar y a patalear. Que no eres débil por hacerlo. Que tu valor no está en cuántas veces te aguantas, sino en cuántas veces te permites ser honesto contigo mismo.
Cómo seguir en este camino sin postureo En LVEUM no vendemos fórmulas mágicas ni te prometemos que en quince días serás la versión mejorada de ti mismo. Lo que sí hacemos es crear espacios donde puedas mirarte de frente, incomodarte y explorar tus patrones sin edulcorantes. Si estás cansado de disociarte para cumplir con las expectativas de los demás, si te identificas con ese niño envuelto en una sábana mientras el mundo te pincha y te dice que no llores, te invitamos a acompañarnos.
Hemos diseñado un viaje de 15 días para personas como tú: sin positivismo tóxico, sin mantras vacíos. Un recorrido honesto que te desafía a desmontar el ego y a descubrir qué hay detrás del ruido mental. También tienes disponibles micro‑recorridos como el dedicado a la relación con los padres, donde puedes revisar esos mensajes que te enseñaron a callar y obedecer. No son ejercicios ni fórmulas, son conversaciones y prácticas reales que te ayudan a reconocer tus automatismos y a ensayar respuestas más auténticas.
No hay urgencia. No hay “lo mejor está por venir”. Solo hay un camino de autoconocimiento donde la crudeza y la humanidad van de la mano. Si estás dispuesto a sentir, a llorar y a reír a carcajadas, aquí estaremos.
Preguntas frecuentes sobre disociación y emociones ¿Qué es disociarse exactamente?
Disociarse es separarse de la experiencia presente. Es cuando tu cuerpo está aquí, pero tu mente y tus emociones están en otra parte. Puede ocurrir de forma puntual ante un trauma o convertirse en un hábito. No es necesariamente una patología grave, pero cuando se convierte en tu forma de vida te hace sentir desconectado y apático. Disociarse es una estrategia de supervivencia que tu sistema nervioso activa para protegerte del dolor, pero a largo plazo te impide estar vivo de verdad.
¿Cómo sé si me estoy disociando?
Algunas señales son: sentirte como si estuvieras viendo tu vida desde fuera, no recordar partes de una conversación, estar en piloto automático sin sentir emociones, o reaccionar con apatía ante situaciones que normalmente te afectarían. También puedes notarlo cuando pierdes la noción del tiempo, te sorprendes de tus propias acciones o te desconectas del cuerpo (no sientes hambre, sueño o cansancio). Si te reconoces en esto, no te culpes: es un mecanismo aprendido. Reconocerlo es el primer paso para volver.
¿Qué puedo hacer cuando me doy cuenta de que me disocio?
Lo primero es detenerte y llevar la atención al cuerpo. Respira profundamente y nota qué sensaciones aparecen. Luego valida tu emoción: si sientes miedo, nómbralo; si sientes rabia, reconoce que está ahí. Hablarlo con alguien de confianza o escribirlo también ayuda. Y, sobre todo, dale tiempo. Desaprender la disociación lleva práctica. Un recorrido guiado de autoconocimiento puede darte el marco y el acompañamiento necesarios para no rendirte cuando quieras volver al viejo hábito de escapar.
¿Es normal que me cueste llorar o expresar lo que siento?
Totalmente. Hemos interiorizado que mostrar vulnerabilidad es peligroso o inapropiado. A muchos nos castigaron de pequeños por llorar o enfadarnos y aprendimos a reprimirlo. Recuperar el llanto o la rabia sana es un proceso. Empieza permitiéndote pequeñas expresiones: llora viendo una película, grita en un coche o golpea un cojín cuando estés frustrado. Poco a poco tu cuerpo entenderá que no pasa nada malo por sentir.
¿Y si no sé por dónde empezar?
Si te sientes perdido, busca ayuda. Puede ser un terapeuta, un grupo de apoyo o un espacio de autoconocimiento como los que ofrecemos en LVEUM. Lo importante es que no te quedes atrapado pensando que eres raro o que no tienes arreglo. Todos tenemos la capacidad de reconectar con nuestras emociones. A veces solo necesitamos un espejo honesto y un acompañamiento que nos recuerde que no estamos solos en esto.
Permitirnos llorar, sentir y estar presentes no nos hace más débiles, nos hace más humanos. Mientras el mundo te dice que te aguantes, aquí te decimos que llores, grites y abraces tu dolor. Porque en ese gesto simple y rebelde está la semilla de tu libertad.
Todo lo bueno pasa en mi lista de emails, envío uno cada día, apúntate aquí: